viernes, 30 de julio de 2004

Como sucede algunas veces con las naturalezas apasionadas o demasiado sensibles, un joven pintor de comienzos del siglo pasado, llamado Carlos Casagemas, no pudo resistir el abandono y traición de una mujer y se suicidó en París de un pistoletazo en la sien. Su mejor amigo y de alguna forma su apadrinado artístico, un precoz artista español de apellido Ruiz, todavía un adolescente, pero dueño de un extraordinario talento, hizo del rostro de su amigo muerto lo que tal vez fuera su primera obra de madurez: un retrato con pinceladas "vangoghianas", en el que las facciones sin vida de Casagemas se trasfunden con el reflejo de un cirio encendido a su lado.A continuación, el joven se sumió en un prolongado sueño de depresión y melancolía que dio a luz, sin embargo, uno de sus más famosos períodos artísticos. Hombres y mujeres solos, con frecuencia mendigos o prostitutas, desamparados e invariablemente alienados de su entorno, desfilaron por sus telas sumidos siempre en una atmósfera azulada e inundada de tristeza.El marchante de arte que había conocido en París, y con quien había establecido un contrato de 150 francos anuales a cambio de toda su producción, veía en la súbita y prolongada melancolía de su joven artista una seria amenaza para su inversión económica, y lo instaba constantemente que volviera a las coloridas fiestas populares y corridas de toros que había pintado hasta entonces, y que tenían mejor venta. Pero todos sus esfuerzos fueron infructuosos, y los lienzos de lo que sería denominada posteriormente la "fase azul" se sucedieron incansables por más de tres años. Sólo entonces, la paleta del pintor empezó a aceptar tonos más alegres, y sus temas, dominados por el mundo del circo, se hicieron un poco más esperanzadores.
Sus demonios parecieron por algún tiempo completamente exorcizados, y su pincel se estabilizó en las plácidas escenas circenses, en las que la perfección del trazo figurativo convivía armónicamente con un impulso vanguardista que se expresaba en la explosión del colorido. La tranquilidad era sólo aparente, sin embargo, pues prontamente el pintor interrumpió la llamada "etapa rosa" para iniciar una extraña serie de bosquejos en los que ensayaba una radical desintegración de la figura humana. Mediante la yuxtaposición de planos y trazos rígidos, dio a luz una serie de rostros y cuerpos aparentemente desfigurados, que condecían poco con los retratos convencionales, y recordaban más bien máscaras o estatuillas de demonios o espíritus malignos.
Hace exactamente cien años, a mediados de 1907, estos extraños experimentos cuajaron por fin en una gran tela, de 2,4 por 2,3 metros, en la que se contorsionaban cinco mujeres desnudas, que parecían danzar y ofrecerse al espectador entre sábanas y prismas de luz. El cuadro, que estaba inspirado en las prostitutas de la calle Avinyó, que Picasso había conocido bien en sus años de juventud en Barcelona, distorsionaba por completo los moldes de la pintura representacional. Los cuerpos aparecían fragmentados y desmembrados en refracciones visuales, y los rostros distorsionados en muecas que podrían ser de espanto o de horror, como efectos de impulsos desconocidos y primitivos.
A la joven mujer de Picasso, que tendría en el esplendor de su cuerpo la principal fuente de su orgullo femenino, no le hizo mucha gracia este despedazamiento de la belleza femenina. Sus amigos pintores no fueron más indulgentes. Mattise y Derain, entre varios otros que visitaban la residencia de la joven promesa, reaccionaron decepcionados, o bien con abierta burla. Un millonario ruso, que había adquirido un gusto por la obra de Picasso, aun cuando con poca claridad aún de su nacionalidad, comentó desesperanzado: "Qué pérdida para el arte francés". Kahnweiler, quizás el marchante de arte más agudo de aquel entonces, y que acompañaría al artista a lo largo de toda su vida, reaccionó más bien con preocupación: "Un día de estos, Picasso va a aparecer ahorcado detrás de su tela".
El pintor no se ahorcó, sin embargo, como sí lo hicieron otros menos afortunados que él en la casona de Montmartre, y el cuadro permaneció arrumbado en su taller por varios años, hurtado incluso a las miradas de los visitantes, mientras el artista siguió explorando con denuedo los caminos un tanto inesperados que se abrían para el arte moderno. En los años que subsiguieron virtualmente inventó, junto con Georges Braque, un estilo completamente nuevo de pintar, que fragmentaba el objeto retratado hasta volverlo irreconocible, a través de una serie de trazos que parecían querer capturar la refracción de la luz. La crítica oficial reaccionó con abierto repudio, calificando las nuevas telas de obras "deformes, despreciativas de la forma, que reducían todo a diagramas geométricos, a cubos".
Tuvieron que pasar casi diez años para que Picasso, a la edad de 35 años y con una fama ya consolidada como un artista de prestigio, se atreviera a exponerla al público, en el Salón de Antins de París. Siguiendo el consejo de algunos amigos, y quizás a efecto de darle a su rupturista obra un toque más glamoroso, decidió encubrir su origen profano y, mediante un sutil cambio de letras, la pintura se presentó bajo el título de "Las señoritas de Aviñón", aludiendo a un elegante pueblo medieval francés.Con el gusto ya entrenado en las vanguardias, y al tanto de las innovaciones del cubismo y otros movimientos de avanzada, el público reaccionó ahora con delectación ante la pintura, quizás sin percatarse siquiera de su temprana factura. A medida que la fama de Picasso crecía, y la pintura moderna terminaba de asentarse, la obra fue concitando cada vez más admiración, y finalmente el coleccionista francés Jacques Doucet la compró en 1924 por 25.000 francos. Su autor, mientras tanto, se había habituado ya a los círculos de la alta sociedad, y transitaba sombríamente hacia la aristocracia. En la década de 1930, sus inicios paupérrimos en la buhardilla de Montmartre parecían apenas una reminiscencia al lado del castillo del siglo XVII que adquirió en las afueras de París, donde se trasladaba por temporadas con su tercera mujer, una bailarina rusa.
En 1937 el Museo de Arte Contemporáneo de Nueva York, deseoso de disputarle a Europa el centro del arte mundial, decidió adquirir el cuadro para celebrar su décimo aniversario, e inaugurar su nueva sede. La obra fue adquirida por 24.000 dólares, y trasladada con extremo cuidado a través del Atlántico. En 1939 el cuadro formó parte de la mayor retrospectiva del artista organizada hasta entonces, "Picasso, 40 años de arte", muestra que viajó por Estados Unidos a lo largo de años y que ayudó a transformar a Picasso en el artista más famoso del mundo.
Lejos de su largo período de oscuridad y menosprecio en la buhardilla de un pintor desconocido, se convirtió enseguida en una de las piezas de exhibición permanente del MoMA. Y a medida que la reputación de su autor crecía, el cuadro también fue avanzando progresivamente hacia las salas más importantes del museo, hasta colgar en la actualidad en un espacio propio, donde lo contemplan cientos de personas al día. Acaso Picasso no logró exorcizar a través de él los fantasmas que lo atormentaban, pero las dulcemente metamorfoseadas prostitutas de la calle Avinyó, después de varias restauraciones y limpiezas a lo largo del siglo, todavía posan orgullosamente en la sala principal del museo de Nueva York, y reciben los honores de una exposición especial, junto a los bocetos preparatorios que las dieron a luz, como parte de la celebración del cumpleaños número 100 del cuadro que dio origen al arte moderno.
¿Se ha sobredimensionado el rol de "Las señoritas de Avignon" en la historia del arte y en la generación de las vanguardias?"Lo que importa no es el decir, es el volver a decir"CLAUDIA CAMPAÑA Historiadora del Arte (UC)Picasso pinta, a sus veintiséis años, "El burdel", bautizada en 1916 como "Las señoritas de Avignon" por el escritor francés André Salmon. Ejecutada en París en 1907, la tela está cargada de conflicto y tensión. Distorsiona los cánones clásicos, deja atrás la pintura meramente narrativa y, sin duda, señala el momento en el cual Picasso intuye el cubismo.Es una obra importante, claro está, pero, como sentencia el historiador Leo Steinberg, "todo arte está infectado por otro arte"; una aseveración válida si se quiere comprenden el antes y el después de "Las señoritas...". Y es que el óleo en cuestión deja en evidencia la enorme capacidad de Picasso de asimilar, de reinventar la pintura a partir de la observación de las creaciones de otros, ya sea de maestros del pasado como de sus contemporáneos. En aquella época, por ejemplo (verano de 1907), frecuentaba el estudio de su amigo Ignacio Zuloaga, propietario de una pintura de El Greco: "La visión de San Juan" (1608-14). Y justamente a El Greco es que evocan, tanto en su expresividad como en las pinceladas que las construyen, las cinco "señoritas" de Picasso; ésas que algunos definen como "despersonalizadas y deformes"; aquéllas cuyos rasgos artísticos es posible identificar pese a no ser retratos. Las mismas que en su desnudez y poses rememoran "El baño turco" de Ingres y la serie de "Las bañistas" de Cézanne (quien había muerto el año anterior). En dos de sus rostros se reconocen también ecos de los retratos de madame Cézanne, en otro, de las mujeres tahitianas de Gauguin, en la derecha del espectador un tributo a las máscaras africanas, hay incluso alusiones al arte egipcio y a la primitiva escultura ibérica. Picasso tiene una deuda con varios artistas, y muchos le deben a él. En su libro "La conversación infinita" (1969), Maurice Blanchot comenta: "Nadie piensa que las obras y los cantos pudiesen ser creados completamente en todos sus elementos. Siempre están dados por anticipado, en el presente inmóvil de la memoria. ¿Quién se interesaría por una palabra nueva, no transmitida? Lo que importa no es el decir, es el volver a decir, decirlo además cada vez una primera vez".
"Sus períodos azul y rosa sí que han sido sobrevalorados"JOSE ZALAQUETTAbogado y crítico de arteHace ya un siglo, el joven Picasso se encerró a trabajar por meses para tratar de romper ese dique de contención que todos llevamos adentro. Hasta entonces, había asimilado las corrientes post-impresionistas, pero su único aporte distintivo eran las obras de sus períodos azul y rosa (ésas sí han sido sobrevaloradas).Cuando terminó su reclusión, había producido Las Señoritas de Avignon, que reúne 10 cuadros en una misma tela y muestra, en la versión final, la huella de cada gigante paso evolutivo que Picasso adelantó mientras lo trabajaba. Esta no es una obra coherente en el sentido tradicional del término, sino una lluvia de ideas, cada una superando a la anterior, mágicamente articuladas.Roto el dique, Picasso pudo permitirse, el resto de su vida, cualquier experimento que le dictara su genio, incluso el lujo del revisionismo.Buscando analogías, las Señoritas de Avignon equivale, en la obra del novelista Philip Roth, a El Lamento de Portnoy, o en las composiciones de Beethoven, a la Sinfonía Heroica. A partir de esos hitos puede haber retrocesos, pero ya no hay vuelta atrás.Creo que Las Señoritas es el cuadro individual más importante del siglo XX. Personalmente, me es más cercana la obra de conjunto de Braque, Klee o Matisse que la de Picasso, pero no hay un trabajo individual de estos artistas que haya tenido semejante impacto. Otras creaciones de los años previos a la I Guerra Mundial, ese período seminal del arte contemporáneo, pueden estar sobrevaloradas; por ejemplo, el urinal de Duchamp o las primeras abstracciones de Kandinsky. Las Señoritas de Avignon, no. Más que un cuadro, es un completo programa revolucionario.
"En Chile la recepción de las vanguardias ha sido regresiva"JUSTO PASTOR MELLADOHistoriador y crítico de arteNo me interesa escribir sobre Picasso. Lo que importa es la pregunta. Me recuerda la afirmación de Beuys, cuando sostiene que se ha sobredimensionado a Duchamp. Chamán contra materialista en la disputa por la nominación de paternidad en el terreno de la vanguardia actual. Valga la pena preguntarse por la disputa encubierta que sostiene la pregunta que se me formula. Formular una pregunta como ésta implica declarar por anticipado que, en efecto, se ha sobredimensionado el rol de las "señoritas". Dejo a los académicos reproducir lo que se sabe sobre el cubismo y las vanguardias. En el contexto de la posición editorial que formula la pregunta, la palabra sobredimensión adquiere una proyección que garantiza simbólicamente los esfuerzos de la pintura chilena por mantenerse resguardada del efecto de roles análogos a los atribuidos a la obra mencionada. Don Carlos Humeres ya lo había sostenido cuando a mediados de los años cuarenta escribe que el arte chileno va muy bien, ya que ha logrado mantener a raya a los muralistas (arte de propaganda) y a los modernistas "a outrance". Se refería al orgullo de detener a los "bárbaros". De lo que no habló el profesor Humeres en el catálogo de la exposición chilena en el Museo de Toledo (Ohio) fue del artículo de M.A. Bonta, que en una edición de El Mercurio de mediados de los años treinta "delata" a Gazmuri por enseñar cubismo; es decir, lo sobredimensiona como agente de transferencia y legitima la persecución académica en su contra. En verdad, lo que hay de sobredimensionado en las "señoritas de Avignon" no es el discurso de posteridad que ha construido la historiografía, sino la producción de recepción regresiva de las vanguardias en Chile y que explican la glaciación de su escena moderna, entre los treinta a los sesenta.
Artes y Letras
Diario El Mercurio
Domingo 29 de Julio de 2007
Por: Pablo Torche
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